domingo, diciembre 17, 2006

Las niñas de siete años

Recuerdo muchas cosas de cuando era una pequeña querubín de siete años. Las callejas del pueblo, los pedregales, la escuela y el profesor Franchesco, pero sobre todo recuerdo al Abuelo. No era un abuelo cualquiera él era el abuelo de todos, con su barba roja y su viejo sombrero gris. Era el mayor del pueblo.
Por las tardes, casi al, y cuando no había escuela, yo solía correr a la casa del Abuelo para ayudarle a bajar hasta la playa, donde a su alrededor nos sentábamos Lucio y yo, y esperábamos a que hablara. Para mí él era nuestro Mesías de los sueños. Nos contaba historias de elfos, de duendes y de sirenas. Algunos días cazábamos gamusinos por la playa. El abuelo nos decía: "el que sea capaz de ver un gamusino tendrá suerte durante muchos años, y si lo caza, tendría la sabiduría de un Dios y la fuerza de siete hombres". Al parecer muy poca gente había cazado gamusinos. Siempre escapaban entre la arena o por el agua, los gamusinos no tenían frío.
En la escuela el profesor Franchesco me dijo una vez que no debía creer demasiado esas historias porque eran inventadas como las de cuando leíamos, y que, cuando me trasladara a la ciudad, se reirían de mí si contaba esas cosas. La ciudad no nos gustaba, Don Franchesco vivía allí y un día nos llevó de excursión. No había muchos árboles. El ruido de la muchedumbre y los gruñidos de los coches no dejaban en paz a los pájaros. Allí todo era muy grande y tupido. Los edificios no dejaban llegar la luz al suelo y, aunque no hubiera nubes, el cielo parecía turbio y gris. Ni siquiera en el mercado que venía todos los meses al pueblo se reunía tanta gente.
El mar de la ciudad era negro y duro, y sus barcos echaban mucho humo, allí no podrían vivir sirenas, ni mucho menos gamusinos que eran muy asustadizos.
Por la noche, tras la excursión escolar Lope y yo fuimos a casa del Abuelo para contarle que habíamos estado en la ciudad. Entramos en su casa, y allí estaba él, sentado y pensativo. Nos sentamos en su jergón junto a la mecedora, él nos observaba en silencio, su roja barba y su cara estriada, con sus labios entreabiertos y sus penetrantes ojos mirándonos, le daban al Abuelo un aspecto omnisciente.
Recuerdo que ese día no bajamos a la playa, el abuelo parecía enfermo y el frío empezaba a hacerse notar.
En el pueblo mucha gente vivía de la pesca, Lucio era medio pescador y tenía una media barcaza atada en la playa, junto a los peñascos.
Esa noche yo estaba triste, Lucio y má habían discutido. Siempre que había luna llena discutían, má no le dejaba ir a pescar.
Pregunté al Abuelo por qué má no dejaba pescar a Lucio en los días de luna llena, y él me contó que las sirenas venían cerca de la costa cuando se escondía la luna, pero que cuando había luna llena se marchaban a alta mar, donde se pesca, y contaban que una vez un pescador en una noche de luna, y tras ver una sirena, tal vez enloquecido por la belleza de esta, o por pensarla una mujer en apuros se lanzó al agua, en donde las sirenas le tomaron como esclavo para que pagara así su deuda con el mar. -“Por eso entonces má no deja salir a mi hermano Lucio los días de luna llena”.
Tras su explicación me levanté, y con cuidado de no perturbar la paz en la que el Abuelo quedaba siempre después de sus historias, cerré la puerta y me fui a casa.
Días después el Abuelo empeoró, y Don Franchesco nos avisó que faltaría a clase unos días para llevarle a la ciudad.
Una turbia congoja hizo mella en mi estomago, y sentí que los ojos se me llenaban de lagrimas. Algo se desgarraba en mi interior. -“Al mundanal ruido, donde el mar es negro y no existen los elfos, ni las sirenas ni los gamusinos, donde el sol no calienta y los pájaros no hablan”-.
“Tranquila Celia, las niñas de siete años no lloran”- dijo Don Franchesco.
Supe entonces que jamas volvería a ver al Abuelo.
Hoy aún creo en el reino de Olar, y en los viajes de Julio Verne, y claro está que hubo una vez un hombre llamado Don Camilo que sí que debió cazar gamusinos.

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